La heroína y otras drogas no fueron creadas originalmente como sustancias recreativas. Eso es un invento de camellos modernos, que directamente buscan el negocio en los efectos psicotrópicos de las sustancias. En el siglo XIX, cuando comenzó la explotación sistemática de los opioides, la voluntad era buena: aprovechar las propiedades sedantes de estas sustancias. Pero esa intención se vio frustrada cuando se detectaron sus propiedades adictivas. Y, desde entonces, viven en la marginalidad. Hasta la morfina, la sustancia de la familia más empleada, sufre todavía de las reticencias de médicos y pacientes, que temen que se siga reclamando aunque no se necesite. Pero eso puede cambiar. Un experimento en ratas realizado por investigadores de la Universidad de Adelaida (Australia) y colegas de la de Colorado (EE UU) han descrito el mecanismo que hace que la respuesta cerebral ante estas moléculas sea tan exagerada. Y, con ello, han encontrado una posible alternativa. El trabajo lo ha publicado
Journal of Neuroscience.
La clave del proceso está en el propio cerebro humano. Este tiene un mecanismo que se encarga de estimular las buenas acciones: el de recompensa. Su funcionamiento es sencillo. Cuando se sacia una necesidad básica (hambre, sed, dormir) se activa, y se produce una sustancia, la dopamina, que cuando llega a los receptores neuronales correspondientes causa placer. Es el mensaje de que el déficit correspondiente se ha cubierto.
¿Qué pasa con las drogas, desde el tabaco a la heroína? Pues que se produce dopamina a borbotones. El mensaje de placer se multiplica y, tras unas cuantas exposiciones, el cerebro vive en continuo estrés, con todos los receptores esperando el siguiente chute de dopamina. Cuando este no llega, el propio cerebro emite señales de auxilio, que se transforman en sensaciones negativas: es el síndrome de abstinencia.
En el caso de los opioides hay otro factor. Como se trata de sustancias que no tienen por qué llegar al cerebro, lo primero que sucede es que el organismo reacciona ante ellas generando anticuerpos, como si fueran un virus o cualquier otra amenaza. Esto debería ser el primer paso para desactivar la molécula invasora, destruyéndola y evitando sus efectos. Pero no sucede así. Lo que se ha demostrado ahora es que es precisamente la unión heroína-receptor del sistema inmune (en concreto, uno que se ha llamado TLR4) la que produce la sobreproducción de la dopamina, que es lo que lleva a la adicción.
Para comprobarlo, los investigadores han hecho dos ensayos. En el primero se usaron ratas a las que se hace adictas a la heroína. Eso es relativamente fácil: se les enseña que tocando determinada palanca reciben la inyección correspondiente. Y las ratas, que en tantas cosas se parecen a los humanos, se habitúan a la sustancia. Y se comportan de una manera parecida. Con este sistema de autoadministración de droga, los roedores encuentran una salida a su triste vida de bichos enjaulados. Entre darle a la palanca de comer y a la de drogarse, prefieren esta última.
La segunda parte del ensayo es introducir algo que anule la adicción. Y los investigadores utilizaron un clásico: un fármaco llamado naloxona. Este medicamento se utiliza habitualmente con fines terapéuticos para tratar la sobredosis de opiáceos, y se ha ensayado con otras adicciones, como la del alcohol. La novedad es que se ha visto es que se une a la heroína en el lugar de los anticuerpos. El resultado es que cuando el complejo droga-fármaco llega a las neuronas del circuito de recompensa, la respuesta queda muy atenuada. Tanto, que uno de los investigadores del trabajo, Mark Hutchinson, de la Facultad de Ciencias Médicas de Adelaida, afirma que produce una reacción “similar a la de la comida, el sexo y los abrazos”.
Traducido al comportamiento de las ratas, estas dejan de buscar desesperadamente la palanca de la droga, y activan con más frecuencia la de la comida o el agua (que se sepa, no han hecho para ellas palancas que les faciliten sexo o abrazos, que son otras de las actividades que estimulan el circuito de recompensa del cerebro).
La confirmación del papel del TLR4 en todo este proceso ha llegado por otra vía. Esta vez los actores indispensables han sido ratones modificados genéticamente, los llamados knock out. Esta expresión (el KO de los combates de boxeo) indica que se les ha desactivado un gen. En este caso, el encargado de producir el receptor TLR4. Repitiendo el proceso de las ratas, se vio que estos animales eran capaces de recibir heroína sin que esta les produjera más que una leve adicción.
Las aplicaciones del ensayo son varias. La primera, confirmar que la naloxona es una posibilidad para tratar adicciones. Hasta ahora se usa para tratar sobredosis (“reversión total o parcial de la depresión respiratoria inducida por narcóticos” y la del “recién nacido causada por administración de opioides a la madre”, dice el Vademécum).
La segunda, y más interesante para el conjunto de la población, es que permitiría recuperar un potente analgésico (la heroína) para su uso médico.
El hecho de que el fármaco que se ha utilizado ya esté en uso, aunque sea con otras indicaciones, es una ventaja en estos casos. Eso quiere decir que hay ya ensayos de seguridad hechos, y se sabe cuáles son las dosis aceptables en humanos y sus efectos adversos: “náuseas, vómitos, excitación, convulsiones, hipo e hipertensión, taquicardias, fibrilación ventricular y edema pulmonar”, según el Vademécum. Por eso los investigadores creen que podrán empezar ensayos con la sustancia en humanos en 18 meses.